En los últimos años, el mundo ha dado un vuelco.
Hemos pasado una pandemia, que ha supuesto el cambio de paradigma, donde la humanidad se creía inmune, elevada a un estatus superior del ser humano, creyéndose con el dominio y control. Tal como lo describe Noah Harari en “Homo deus”, nos estábamos convirtiendo en nuestros propios dioses.
Pero la naturaleza nos ha dado en la cara.
Nos ha demostrado que vivimos en un equilibrio frágil, muy delicado. Vivimos en un puente de cristal, y no podemos discernir si el próximo paso nos abocará al vacío.
Pendemos de un hilo, y en cualquier momento la cruda realidad puede destruir nuestra sociedad, cultura o, forma de vivir.
Las muertes fueron consecutivas, por el COVID o por sus derivaciones, como insuficiencia en las camas de hospitales y la saturación de los mismos.
Nos suponíamos inmunes y todopoderosos, pero la naturaleza nos ha mostrado nuestro lado vulnerable.
Después de la crisis sanitaria, nos estamos viendo involucrados en una guerra: Rusia contra Ucrania.
Las implicaciones inmediatas de la guerra son evidentes, muertes, desolación, pérdida de casos, refugiados…
Y las consecuencias indirectas radican en problemas de abastecimiento, guerras económicas que conducen a crisis económicas, paralizaciones de personas y empresas, despidos…
Es una guerra de una magnitud inmensa, y no estamos hablando de bajas humanas ni de la destrucción.
Hablamos que desde la 2ª guerra mundial no se habían producido conflictos militares a gran escala en Europa.
Esto nos demuestra una vez más que la estabilidad política dentro de las naciones, como entre ellas, es una ilusión.
Vivimos en nuestros países, autodenominados civilizados y democráticos, con la convicción de ser el culmen del raciocinio humano.
Vivimos ajenos a los demás, ajenos a las guerras, cerrando los ojos a los conflictos humanitarios que se producen en los demás continentes, los denominados “países en desarrollo”. Actuamos allí como “pacificadores”, pero a fuerza de las armas, llevando el civismo y la democracia a punta de pistola allá donde nos dictan nuestros intereses.
Hasta ahora.
El conflicto ucraniano nos toca de cerca, geográficamente hablando. Era impensable que se produjera un conflicto armado entre dos países “civilizados”.
Lo mejor es que nos falta civismo, o mejor aún, una dosis de realidad.
El conflicto nos está mostrando la crudeza de la guerra y a diferencia de las anteriores veces, en la casa del vecino.
Se está viendo el racismo a flor de piel, con aquellos que defienden que ahora están muriendo “niños rubios con los ojos azules”. Como si en el mundo árabe o africano fueran de otro tipo, de menor calidad.
Este conflicto nos está dando en la cara; el mundo no es como creemos que es. El mundo es duro, asolador, y puede cambiar totalmente en un lapso de tiempo corto.
Y extrapolando las anteriores conclusiones, vamos a centrarnos en una menor escala.
En nuestra vida damos por supuestos múltiples eventos, y ni tan solo nos hemos parado a pensar en la fragilidad de los mismos.
Nassim Nicholas Taleb lo explica de una forma clara con su ejemplo del pavo.
La vida propia o de nuestros seres queridos, nuestro trabajo, nuestros principios morales, las ideologías, y un sinfín de cuestiones más son partes con una fragilidad que no somos capaces de ver.
Un accidente de tráfico, un recorte de plantilla, una profunda reflexión… todos los eventos que pueden cambiar las condiciones.
Vivimos una vida con la concepción de tener una estructura de acero, cuando en realidad es de papel maché.
Un cisne negro seria catastrófico, o el derrumbe de cualquier parte de la estructura vital, un golpe devastador.
Esta ilusión está propiciada por unos mecanismos mentales para dejar de preocuparnos, para no sufrir pensando en que todo acabara, adoptando una paranoia mental
Basamos el equilibrio entre la inopia de conocimiento de la fragilidad de la vida humana y la paranoia de la catástrofe inminente.
La vivencia continua del desastre inminente no sería posible debido a sus derivaciones negativas para la salud mental, aunque tenemos que ser conscientes de ello y reflexionar.
Vivir el presente, disfrutar de los pequeños momentos en el día a día, y valorar aquello que tenemos, ante una realidad cambiante que un giro del destino puede cambiar en tan solo un instante.