Las bodas. Ese sitio donde a veces una invitación resulta en un compromiso que depende de la situación, resulta de mayor o menor gravedad.
Hace unas semanas fui a una boda, y como mi personalidad se asemeja más a la de un inadaptado social, de lo que me gustaría admitir, estuve toda la ceremonia y el banquete observando, pensando.
¿Qué son las bodas?
Mi gran pregunta era, ¿qué hace toda esta gente aquí?
La boda es una retahíla de ciertos protocolos, aunque cada vez menos, donde se concatenan una serie de eventos. Primero la ceremonia, luego el banquete y por último, música y baile.
Pero realmente, estuve pensando en todo el protocolo que hay ante la boda. Partiendo de la base del poco conocimiento que tengo de las relaciones interpersonales en grupos sociales medios y grandes, y mi aún mayor desconocimiento del mundo de las bodas, me pregunté.
¿Por qué hay que obsequiar a los novios con regalos?
No me parecía lógico, desde mi perspectiva.
Para mí, se supone que cuando invito a alguien es a raíz del placer que me produce la compañía de dicha persona, y porque deseo que esté a mi lado en determinada situación. Nunca se me ocurriría pedirle algo a cambio.
Entiendo que cuando fuimos invitados, se nos otorgó el honor de participar en un momento tan bello y repleto de felicidad para la pareja, pero no sabía el trasfondo económico que se movía detrás.
Saqué cálculos mentales aproximados en torno a la gente que había allí, y la media que se suele ofrecer a los recién casados, y las cuentas no me salían. O las bodas cuestan más dinero del que yo tenía en mente o algo estaba pasando.
Fue como un shock de realidad, y a partir de ese momento todo me pareció una especie de pantomima. Pero no me refiero a la boda a la que asistí, sino el concepto boda, como se entiende recientemente.
El concepto matrimonio lo dejaré aparcado para tratarlo en otro post. Sin embargo, la verdad es que anduve con una sensación agridulce tras llegar a casa, posiblemente debido a mi personalidad antisocial, también eso debo admitirlo.