El infierno de Dante

Recientemente he experimentado lo que he llegado a denominar un teatro inmersivo, titulado por mí mismo «El infierno de Dante», cuyo objetivo no parecía aparecer, mezclado con un absurdo donde la aleatoriedad daba lugar a situaciones ridículas.

Cuando eres parte de una fiesta en la que tú eres la única persona abstemia, todo se ve desde un prisma diferente. Ves caer las convenciones sociales que actuarían en el día a día, y los límites del comportamiento se dilatan, siendo aceptados comportamientos que de ninguna otra forma lo serían.

Luego fui víctima de los vampiros de la noche, o como los he bautizado, intrusos evangelizadores.

Estos individuos, no exclusivos de la noche, se dedican a introducirse en tu vida para decirte lo que tienes que hacer, según ellos, sí o sí. Dedican su esfuerzo en hacerte ver que estás equivocado, que no vas por el buen camino. Reyes de la moral, se creen en la potestad superior de decirte qué es el bien.

Sin embargo, como decía Ortega y Gasset, «yo soy yo y mis circunstancias». Y esto es lo que realmente me preocupa, que al margen del discurso, estos individuos no conocen o no tienen en cuenta las circunstancias.

Además, transforman su opinión en lo que ellos confunden con la verdad, al margen del mundo que les rodea. Intentan moldearte como individuo, acercándote hacia «el bien» o «el camino correcto», algo subjetivo que se empeñan en objetivizar. Intentan desvirtuar todo aquello que no encaja en su molde, todo lo sobresaliente. Quieren hacerte volver a su redil, por lo general de mediocridad. Y aquí, el calificativo de «mediocridad» está adjudicado según mi punto de vista, y mi opinión personal, con todos sus sesgos y prejuicios, que no la convierten en otra cosa que en mi verdad subjetiva.

No quiero, y por tanto no deseo, aquella vida ofrecida, que según ellos es la vida correcta.

Y ciertamente escribo estas líneas con cierto enfado e ira, pues nada produce más rechazo en mí que las personas que se adjudican la sabiduría sin llegar siquiera a atisbarla en el horizonte, aunque la tuvieran pegada a la nariz, atribuyendo el título de juez y verdugo con la vida ajena, donde ante ellos pareces perder todo derecho a réplica, pues lo único admitido es su verdad.

Por otra parte, me encanta encontrarme con estos intrusos evangelizadores, pues por contraposición con ellos, sé qué valores deseo exaltar en mí, y aunque puede que dependiendo del momento no sepa cuál es el buen camino, desde luego sé cuál es aquel que no quiero recorrer.

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